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Colecho

Hay rutinas y rutinas. Las mañanas aborrecen de rutinas, relojes que suenan siempre pronto, demasiado pronto, cuando las agujas de los sueños marcan el momento más plácido. 
Pero hay mañanas con rutinas mágicas de mimos, caricias y arrumacos.
Muchas mañanas minutos antes de que suene el despertador, mi compañero de proyectos, sueños y fatigas baja a desayunar a la cocina, él se encarga de despertar la casa mientras todos seguimos durmiendo... o parecido, también es una rutina esta de tratar de arañar minutos a la mañana. Al levantarse suele darme su almohada para que le suplante un cuartito de hora más, ese precioso cuarto de hora en que cerrando los ojos y los brazos alrededor del almohadón prestado, tras un profundo suspiro trato de volver a correr descalza detrás del último recuerdo de la noche que llaman sueños.

Desde hace unos años, muchas  de esas mañanas en el pasillo de casa justo después de que empiecen los golpeteos de cacharros en la cocina, suenan unos pasos teatrales muy parecidos a esos dibujos animados en los que el gato perseguía- andando sobre dos dedos de sus pies-,  a Piolín.

Casi acompañados del tintinear de campanillas (o en mis sueños confundo el repiqueteo de las tazas con aquella música teatral) se oyen unos pasos, cortitos, furtivos, que de puntillas se van aproximando y enseguida se detienen a los pies justo de mi cama. Yo los oigo enredada entre esos sueños de algodón pararse al lado de mis pies, solo un segundo, el tiempo de levantar la ropa de la cama y entonces un bulto se desliza sigiloso por debajo de las sabanas hasta mi almohada prestada,  la reemplaza de un empujón y acoplándose entre mis brazos -que ya lo esperan abiertos- y tras un susurrante “que a gustito…”, oigo cómo la respiración de mi hijo de 6 años casi instantáneamente se vuelve profunda y acompasada, un murmullo que me acompaña hasta que vuelve a empezar la mañana de prisas y demoras  con fuerte repicar de tazones  y “dateprisas”.

A veces no es por la mañana, sino del otro lado de la noche,  casi a mitad de ese sueño que -como tributo a la maternidad conquistada-, dejó de ser tan profundo,  cuando mi hijo  deambula entre mi consciente y mi inconsciencia  con unos  pasos diferentes, que no suenan furtivos sino miedosos, un “corroquemelaspelo” como si algo o alguien fuera a alcanzarle. Inmediatamente se pone en marcha el protocolo para pesadillas y malos despertares: advertido  el peligro y levantada ya de mi cama, tomo de la mano a mi noctámbulo hijo y juntos recorremos el camino de vuelta encendiendo cuantas luces sean precisas  y una vez a salvo,  alcanzada la cama del niño y con gran solemnidad sacudimos las pesadillas que se enredaron en su almohada, le damos la vuelta con sumo cuidado y  reposamos nuestras caras en el lado benigno y fresco retomando la noche muy apretaditos como no puede ser de otra forma en una camita de dimensiones  infantiles. Su cama acostumbra a acogernos también en noches de fiebre y sudores o toses de puñales en la garganta que impiden descansar…


Otras noches oigo sus pasos como de derrota o desilusión, no son los de puntillas, no son apresurados, son pasos de quien ha perdido un partido o una batalla. Llega mi desbaratado caballero a la orilla de mi cama como quien tras luchar contra la corriente escapa de una crecida o una inundación, e igual de mojado.
Entonces ya sé que tengo que sacar del armario una muda de pijama, rehacer su cama  deshacer el nudo de su entrecejo con un beso de buenas noches y enseguida puedo remar de vuelta hacia mi orilla porque él se queda seco, tranquilo y conforme en la suya.
Otras veces viene tan despacio que ni siquiera lo siento llegar. Me despierto al notar su calor apretándose a mí, como para llegar aún más al fondo de mi corazón, revolviéndose suavemente hasta que me convierte en corteza de corcho envolvente y noto que me necesita más allá de miedos o aluviones. Y le dejo estar, y a veces sus movimientos me desvelan o su calor me impide conciliar el sueño.  pero cuando las noches son de esa manera el cansancio no me pesa porque  lo disfruto a él, a cambio de dormir,  huelo su piel  y beso su pelo y oigo su respiración como un susurro y su manita que busca el hueco de mi mano y me gusta sentirlo así tan pequeño todavía, tan necesitado de  brazos y regazo, tan mío como él me siente suya.



 Y lo siento  como si juntos entre todas las noches y los días hubiéramos alcanzado por fin una cima de dimensiones soberbias. Ese sentimiento de pertenencia incondicional y rotundo -para mí-, es el territorio más valioso jamás conquistado.

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