¿Qué hacer cuando tienes que dar a un hijo algo que te pide y que es más que razonable pero que al hacerlo a otro hijo “le perjudica”?
No voy a descubrir nada nuevo: para muchos niños los cambios,
las novedades, son en muchas ocasiones si no arduos obstáculos, complicados inconvenientes, a los que enfrentarse, sobre todo para aquellos que necesitan sí o
sí saber qué va a suceder, qué vamos a comer, cenar, a dónde vamos, va papá o
vas tú -mamá- y con quién, a qué hora llegarás, y qué harán ellos
durante tu ausencia, por enumerar unas cuantas preguntas que muchas personas de las qué me estáis
leyendo reconoceréis y que otras ajenas a estas inercias pensarán que tenemos
pequeños dictadores que nos someten sin piedad al tercer grado cada vez que
preparamos una maleta, que salimos todos
o salimos sin los niños, solos o solas, incluso cocinamos algo distinto o estamos previos a hacer alguna
actividad que implique un cambio de rutina.
Nuestros hijos/as necesitan saber, prepararse, adelantarse,
sentir que de alguna manera tienen el control de lo que va a pasar para
convencerse de que nada de eso, de lo que parece estar a punto de pasar, suponga
una complicación que vuelva a cambiarles la vida. La razón es muy sencilla,
en sus vidas cambio es igual a pérdida, cada vez que su vida cambió en el
pasado alguien o algo desapareció.
Desde su madre natural a su modo de vida. Desde su cuidadora
hasta el orfanato (el único sitio que conocían) antes de empezar de nuevo, otra
vez, una nueva vida, en nuevos lugares, nuevas personas y sin sus personas ni
sitios queridos.
Cuando adoptamos a nuestros hijos, inmediatamente después de
hacerlo, o sea en el viaje, nuestra hija “mayor”, empezó a sentirse mal,
asustada, su miedo a lo desconocido lo exteriorizó de todas las formas
posibles. Era más consciente que de alguna manera “estaba en peligro”,
peligro de cambio, de pérdida otra vez de la seguridad que había aprendido a
tener de nuevo en el último centro en el que vivía.
7 años y tantos
cambios, tantas caras nuevas, me imagino que no siempre amigables, afrontándolos
sola, sintiendo miedo. Ahora ocho años después, aunque siguen asustándole los
cambios (a quien no le asusta el salir de lo que pongamos se llama zona de
confort) ha aprendido y asimilado que esos cambios pueden ser para mejor, y
pueden más sus expectativas que su miedo.
El pequeño entonces con algo más de dos años aquel viaje de
transición de la casa cuna a nuestra casa, lo vivió con una hipervigilancia
extrema. Le caíamos bien y se le notaba, de día nos sonreía constantemente pero
de noche no conseguíamos que se durmiera y se pasaba el rato mirando al techo
cómo buscando algo, seguramente el trocito de techo conocido al que durante su
larga temporada y su casi completa corta vida le acompañara en sus noches y
desvelos y qué había desaparecido para siempre.
En casa encima de sus camas pusimos un techo lleno de
estrellas y constelaciones que pareció acabar de conformar a nuestro pequeño y
que le ha acompañado durante más de ocho
años. Porque dormían juntos y uno no se iba a dormir si no estaba la otra y viceversa, entonces y durante
muchos años, tal vez más viceversa.
Pero también esto iba a cambiar, y en esta etapa en la que la
mayor (15 años) ya estaba preparada para dormir sola y tener cuarto propio, -
hasta hace “dos días” hubiera sido impensable-, el pequeño a punto de
cumplir once años ha vivido este cambio a su manera.
La primera noche me lo
encontré de nuevo en la habitación de siempre (ahora la de su hermana) y con el
beso de buenas noches abrió los ojos y nos fuimos juntos a dormir a la suya. No
se resistió pero le costó mucho reconciliar el sueño.
Distintas cosas nos
han ido avisando que si bien para la mayor este ha sido un paso importante,
ilusionante y positivo que incluso le ha dado seguridad (ya no se momifica bajo
la colcha y se la ve mucho más relajada mientras duerme) al pequeño le está resultando
difícil incluso suponiendo un problema, y lo refleja en todas las áreas
posibles, y sobre todas sobresale la actitud, y –como no- el rendimiento
escolar. Digamos que esa dificultad la estamos compartiendo los que le queremos
y tenemos que tratar con él, incluyendo a sus profesores y su tutora que lo han
notado distraído, poco participativo, revuelto y que estaban achacando a la primavera y los
cambios (se va haciendo más mayor) el fin de curso, el cansancio … (que se suma
a este cambio tan elemental como delicado.)
En un símil de carpintero, una cosa tenemos a nuestro favor y en lo que estamos todos de acuerdo es que por muy tarugo que se ponga, la madera de la que está hecho es una madera noble y aunque a veces presente muchos nudos a la hora de tallarlo, precisamente son esos nudos los que lo harán más bello.
Como solución he redoblado la presencia en todas las rutinas
en casa , los deberes, la mochila, la higiene, y en la escuela, con tutorías y
más contacto con su seño. Porque creo que lo necesita, porque estoy viviendo un
déjà vu de los tiempos en que notaba que mi hijo hacía por solicitar nuestra
atención, de la buena o de la mala, por las buenas o por las malas, tiempos
de establecimientos de normas y
conductas, tiempos de pulsos interminables, tiempos de vínculos por construir.
Y cada tarde al terminar las tareas me lo llevo con un balón
al parque y procuro traerlo (y me traigo) reventado. Ducha cenita y a la cama. Y
parece que las noches son más plácidas y más largas, en el buen sentido.
Eso sí un mes después creo que tendría que haber negociado
con mi hija y haber esperado al verano. Sirva como consejo a quien esté en una
situación parecida o tenga en mente propiciar algún cambio drástico en la vida
familiar o de los niños.
Mercedes Moya
Mercedes Moya