Hoy hace tres años iniciamos un viaje que cambiaría para siempre
nuestras vidas.
El viaje y sus momentos, cuando los evoco, consiguen todavía
erizarme la piel porque no sólo son imágenes sino sensaciones que vuelven a hacer volar mariposas en mi
estómago y hormiguillas por debajo de la
piel, algo inolvidable casi minuto a minuto.
Así de intenso fue.
Recuerdo vivamente el encuentro en el aeropuerto de Astaná aquella madrugada del 9 de Octubre, con los que serían nuestros compañeros en la ciudad donde estaban nuestros hijos durante todo el tiempo que estuvimos allí.
Aquella carretera sin fin hasta la casa cuna, el pellizco en el estómago por los nervios, los olores, los sabores, la luz y los paisajes, las caras anónimas en las que buscábamos cómo serían nuestros hijos de mayores, rasgos hasta entonces desconocidos que de golpe se volvieron desde entonces familiares.
El encuentro con nuestros hijos, tantas emociones, tanto miedo, tantos nervios y las visitas, los
encuentros programados, cortos demasiado cortos.
Los orfanatos, los edificios y sus instalaciones por dentro y
por fuera y las personas que allí trabajaban, toda gente buena; los niños, los
nuestros y los que allí se quedaron…quien sabe qué será de ellos ¿hasta cuándo estarían allí...?
Aquellas casas llenas de niños. El silencio de sus
pasillos y sus escaleras, el olor a comida que lo impregnaba todo desde primera hora de la
mañana, siempre el mismo y extraño olor, en los dos orfanatos, cada día, todo el
rato.
Aquel tiempo que vivimos allí pasé mucho miedo, un miedo
visceral, ¡tantas cosas dependían de tanta gente extraña! Pero hoy no recuerdo – porque no quiero- nada que me empañe mi tiempo en Kazakstán, porque hoy es tiempo de
celebrar una nueva familia que se creó entonces en aquel país de mis sueños, un
tiempo que pese a todo volvería a vivir minuto a minuto.