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Esta semana tiene dos lunes.

Lunes otra vez…-aunque sea jueves- pero mi yo autómata, maquinal se siente y se mueve como lunes,me repito que queda menos para el sábado, que se me va a hacer corto, pero que va… las obligaciones y los horarios enlatados –las horas como sardinas- me dicen al oído que no me engañe, que da igual lunes o jueves que las obligaciones son iguales y que lo que me pasa es que estos días de fiesta me saben a gloria y a poco a muy poco, sobre todo si como este he conseguido desconectar en mi particular paraíso, cuando esto sucede  retomar la semana me cuesta horrores.

Hablando de lunes,el ya pasado superamos la prueba de la tutoría con Nacho, tan nerviosa como iba por puro miedo a lo desconocido, a llevarme una desagradable sorpresa o aún peor el terror a enterarme de algo  crucial en la vida cotidiana de mi hijo que a mi se me hubiera pasado por alto, algún rasgo inédito en el carácter de Nacho que me dejara descolocada y con esa sensación de “que no te enteras” que ya he visto en  otras madres y que tanto desazón me produce, al escuchar sus anécdotas, sus epopeyas .

Al comienzo de curso a la primera reunión de clase, la de toma de contacto del profesor con todos los padres en global, fue sólo Eduardo, por horario-siempre lo mismo- me era imposible asistir. De todo lo que me contó Eduardo sobre ella una frase se quedó esculpida en mis neuronas “los niños son dos son personas distintas en casa y en el colegio”. ¿Cómo de distintas? Al menos  sus dos personalidades serían reconocibles…? mi imaginación me llevaba a la fantasía de un Nachor Jekyll y Nachyde que me desasosegaba mucho.

Cuando se tienen nervios en el estómago por motivos amorosos  se dice que son mariposas, yo sigo sintiéndolas, los nervios me atacan siempre en las visceritas aunque sea por razones menos idílicas -¿serán polillas?- y yo las tenía revoloteando cada vez que me acordaba de la cita con el profesor de Nacho. Debe de ser la falta de costumbre o mi inseguridad, pero estas cosas me las tomo muy en serio y toda la semana estuve preparándome para nuestra conversación.
Neurosis a parte, como la cita del lunes me tenía muy intranquila, llevaba yo como pliegue de descargo  varios artículos y bibliografía para rebatir cualquier argumento discordante sobre nuestro hijo y que me dieron la suficiente seguridad y la sensación de  llevar el examen preparado; mi misión era desmontar cualquier juicio o prejuicio que sobre el trasto de  mi hijo hubieran podido formarse en el colegio.
Me puede en el alma que me etiquetan a alguno de mis dos hijos con rótulos con adjetivos que aún están por determinar: a Nacho -que es el que nos ocupa en este post-, suelen colgarle el cartel de “malo”, porque la verdad es que tiene cara de pillo, pero en realidad es un cacho pan y malo no lo es en absoluto, puede que un pelín bruto y lo que sí  que tiene es un gran sentido del humor y mucha chispa. Esa chispa explosiva de desbordante felicidad por haberle ganado la partida a la vida y además de la vitalidad propia de los niños de su edad es como si disfrutara de una alegría desbordante y una luz especial.

Nos encontramos en la entrada del colegio con el maestro de nuestro hijo y recorrimos con él el patio hasta las aulas, nos sentamos los tres como en mesa redonda en las sillas bajitas de la clase de Nacho. La conversación fue muy agradable, teníamos enfrente a un profesional que conocía a Nacho, que no hablaba de los niños en general sino de nuestro hijo en particular, estaba claro que lo había calado y que además entendía su -a veces- un poco complicado “funcionamiento”.
A parte de constatar que nuestro hijo está en las mejores manos, nos tranquilizó en dudas sobre la necesidad de un logopeda, o sobre sus facultades en psicomotricidad, o si su desarrollo intelectual era equiparable al de los demás niños. Le pusimos en antecedentes sobre su nacimiento prematuro y su temprana institucionalización  y el tiempo que estuvo en el orfanato, todo aquello que suele dar como resultado retrasos en las facultades que a veces pueden parecer falta de capacidades.
Nos habló de cómo es Nacho en clase, sus progresos, -él ya lo había tratado como maestro de apoyo el año pasado-, con quien se lleva bien y con quien tiene sus tropiezos y por qué, sobre sus “manías” y su capacidad de observación, y nos dejó muy tranquilos al responder con conocimiento de causa a nuestras dudas y me aceptó de buen grado el material sobre adopción y escuela que le traía preparado.
Cuando salimos de la tutoría estuvimos unos minutos observándole en su clase de pequebasket.
El monitor les hacía correr de un lado al otro del patio y cuando llegaban a una esquina les hacía ir corriendo hacia el lado opuesto y así durante tres o cuatro veces seguidas y Nacho era el único que corría riéndose, y cuando a su grupo les ordenaban otra carrera más, más fuerte se reía, como entendiendo el ejercicio como una cuchufleta, como una broma divertida a la que le encantaba someterse. Contrastaba con muchos de los otros niños que resoplaban o bufaban y alguno hasta se notaban fastidiados.
Mirándole lo vi de nuevo recién venido –¡era tan pequeñín!- en esa risa contagiosa  que no ha cambiado nada desde que lo trajimos,  que me inunda el corazón de una alegría y un amor que responde exactamente a las expectativas que me había hecho sobre lo que se siente siendo madre. Mis hijos me han hecho sentir un cariño que me colma hasta la última molécula de ternura y me renueva la ilusión por todo.

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