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De los cajones de la niñez


Con el recuerdo vago de las cosas
que embellecen el tiempo y la distancia,
retornan a las almas cariñosas,
cual bandadas de blancas mariposas,
los plácidos recuerdos de la infancia.

José Asunción Silva



En mi personal calendario un año más, y como quien repasa un álbum de fotos me detengo especialmente en la infancia, no sólo en la propia sino en la de mis hijos, mis amigos, mis seres más enriquecedores, los observo, repaso datos, hablo con ellos de su niñez, de la de sus hijos -si los tienen-, intercambiamos anécdotas y opiniones, me doy cuenta de que además de las circunstancias, la infancia está marcada por encima de todas las cosas por el carácter, por el temperamento, por la natural condición de cada uno para pasar por un particular tamiz cada suceso.
La infancia de cada uno es única y exclusiva, por parecidas que sean las condiciones en las que se produjo.


Cada momento, cada hecho vivido es absolutamente individual y subjetivo, los tiempos, el momento global compartido puede ser el mismo vivido simultáneamente –por ejemplo- con mis hermanos, pero el recuerdo que de ese momento queda –si es que para ellos también significó algo, que lo mismo lo tienen hasta borrado- es absolutamente personal y diferente para cada uno de nosotros como si de una misma escena se hubieran tomado tres fotografías desde diferentes ángulos, por tres cámaras diferentes por tres fotógrafos distintos.

Si realmente en vez de ser esta una metáfora pudiéramos comparar en papel los fotogramas de nuestros recuerdos, veríamos cómo el resultado es muy distinto, que muy pocas cosas serían coincidentes. Las sensaciones y la memoria harían en cada una de esas fotografías aparecer o desvanecerse elementos que si bien para unos fueron valiosos para los otros ni siquiera son dignos de mención.

Tal es así que muchas veces soy reticente a reconstruir alguno de mis recuerdos más preciados con quien compartiera aquellos momentos -amigos, familiares u otras personas con las que pasado un tiempo te reencuentras-, porque siempre acaban por distorsionarse con las distintas percepciones y los aditivos que la memoria de cada uno haya añadido a aquella experiencia compartida (En Redes, el programa de Eduard Punset, explicaron que la mente se inventa lo que no recuerda para hacer más coherente un recuerdo) y empiezas a dudar de lo vivido. 

Tambien me ha pasado con recuerdos largamente guardados, al sacarlos a la luz y cotejarlos muchos de ellos es como si se hubieran descompuesto y hubieran acabado convertidos en polvo y de compartir un momento pasado resultara una escena que poco o nada tuvo que ver con la experiencia que recordaba.
A veces cuando he compartido uno de aquellos íntimos momentos llenos de magia, acaba como emborronándose, o perdiendo el encanto y el brillo de la instantánea inicial, se convierte en un fotograma distinto con otros elementos distorsionantes que le hacen perder la importancia y el significado diluyéndose la magia o quemándose la estampa como se queman las fotos en el liquido revelador cuando se excede el tiempo de revelado.
Y aunque parezca un contrasentido hay momentos que atesoro como mágicos, que prefiero perseverarlos a buen recaudo de testigos que pudieran corroborar mis vivencias en vez de compararlos y enriquecerlos o al menos conocer “la realidad de los hechos”.
Porque las otras realidades no lo son más que la mía. “Nada es verdad ni es mentira…todo es según el color del cristal con que se mira”.
Creo que con los recuerdos aún esta es una verdad mayor.

Tal vez cada uno posea el tesoro o los restos de naufragio que uno haya guardado y que componen el álbum de nuestra vida y sin por ello anclarnos en el pasado, pasan los años y los repasamos y vamos ordenando esas “instantáneas” de preciosos y precisos instantes, cotejando algunas, desechando otras…y para esos recuerdos del pasado no tan amable, si todo va bien llegan momentos donde logras reconciliarte con ese pasado, el de esas otras opacas instantáneas que guardas en el cajón más apartado de tu memoria y tras atreverte a abrirlo y mirar en su interior – en tu interior-, acabas por percibir de otra manera esos recuerdos de dolor, porque ya no eres la niña o la joven apocada de entonces, sino la mujer que salió resultado de todos aquellos momentos buenos y malos que te hicieron ser como eres hoy.
Cuando accedo a uno de esos umbríos cajones de la hornacina de mi memoria, a los que casi siempre llego por el conocimiento de un dato que antes ignoraba y tras revisar sus rincones y tratar de entender el suceso “desde el otro lado de la cámara”, a veces es como si lo que guardase fueran las piezas de un puzzle inacabado y a veces se completa y llego a ser capaz de entender, o disculpar o disculparme, y si soy capaz de congraciarme con ese oscuro rincón, cambiando sensaciones y emociones por otras más benignas o sencillamente dejar que se desvanezcan para siempre, Para deshecho de un mal momento pasado me gusta evocar la imagen de un pañuelo blanco de gasa que se lo llevara el viento lejos, irrecuperable. Una imagen etérea y placentera. Es ese para mí un logro personal que si sucede, deja en mi una sensación de distensión y alivio, muy semejante a cuando al fin conseguimos poner orden en aquel trastero lleno de bártulos inservibles que nunca acabamos de tirar.

Luego, más adelante con las vivencias nuevas del día a día, con nuevas informaciones o puntos de vista, descubres que tu interior está lleno de esos pequeños –o no tanto- compartimentos, algunos de ellos abarrotados de torpezas acumuladas y es que la vida da para muchos cajones y muchos trasteros, y creo que una misión importante es aprender a orearlos uno a uno a perdonar y -algo a veces más difícil- perdonarnos a nosotros mismos y despojarnos de ese lastre y si la vida te da tiempo para ello poder llegar a su término con el armario interior completamente ordenado y perdonado y con la sensación de serenidad y armonía que produce haber logrado poner orden en tu vida.


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