Los niños nos ponen constantemente a
prueba, nos sondean, nos hacen llegar sus preguntas a veces como besos dulces y
melosos y otras como globos sonda. Nuestros niños no tienen malicia, si acaso
rascamos un poquito sí que encontramos miedo y dolor y a menudo rabia…un poso
de algo que les conecta con otro mundo, un mundo en una dimensión que
desconocemos y en el que tuvieron que tirar de esa misma rabia hecha coraje
para sobrevivir…
-¿Mamá me quieres? Nos preguntan
de pronto en momentos disparatados porque necesitan reafirmar que cuentan con
nuestro amor sin condiciones ni dilemas, necesitan oír que no tienen nada que
temer, que nuestro amor está ahí contra viento y marea, contra malos tiempos y
circunstancias.
No se pueden cuantificar las emociones… ¿o
sí?
-¿Cuánto me quieres mamá?
-Hasta el infinito vas y vuelves y vuelves a
ir y a volver y todo eso es lo que te quiero…
-¿Nada más? -Dice poniendo cara de
pucherito.
-¡Pues yo te quiero más… ¡Te
quiero hasta la luna y hasta el sol!. Mamá yo te quiero hasta el “nofinito”
Ese vocablo lo acuñamos en nuestra fábrica
de palabras. En nuestra tribu tenemos un lenguaje propio, fonemas que cambiamos
y de los que salen palabros que, si
son buenos llegan para quedarse, son esos que usamos y usamos y luego por días
abandonamos y son los que una vez que parecen olvidados, de pronto, de nuevo, vuelven a surgir y volvemos a abusar de ellos.
“Nofinito” es uno de ellos, es mucho más lejos que el infinito. Cuando
le explicaba a mi hijo que infinito significaba que no tenía fin él decía que
si que tenía, que lo que no tenía fin era el “no-finito”. Así que nosotros no
tenemos infinito tenemos nofinito
-Además
mamá mira a Bud light year, va al infinito y más allá.
-Vale,
me has convencido. Te quiero hasta el “nofinitoquenoseacabanunca”.
-Pero
nunca…¿nunca?
-Nunca, jamás de los jamases.
-Mamá
yo te quiero así…. Y lo dice alargando mucho mucho los brazos…
-Pues
yo te quiero así… Y junto mi dedo índice y el pulgar y los aprieto mucho… y
sonríe… porque sabe que eso significa que le quiero tanto como todo lo que hay alrededor.
Hubo un tiempo de “no te quieros” muchas veces repetidos, y de “ya no me importas” con velones de mocos y berrinches, y otras veces
incontables en que me han dicho que la que no quería era yo, y que por eso les
regañaba o les castigaba, o me enfada sin más… Pero en secreto y bajito diré que
sus dudas amorosas de "piquito para fuera” no me han resquebrajado nunca, lo
que sí que lograba hacerlo, lo que me dolía más, era el “tu no lo entiendes”… porque la incomprensión engendra alejamiento
y me parece injusto porque sí que les
entiendo…¡claro que sí!… ¡y de qué manera! como ellos no podrían ni imaginar. Ellos
me han devuelto la memoria de la niña que fui, me han reconectado con toda mi
infancia, incluso con la que me inventé para vestir de colores a la parte más
triste.
Como es de rigor y casi de manual, en mi tribu hemos deshojado
la margarita del vínculo.Hemos comparado ese cariño de quita y pon -con el que
en su día, día sí y día no, me amenazaba mi hija-, con una camiseta que te colocas
y deshechas a conveniencia. En aquellos altibajos emocionales hemos visitado
los infiernos y el paraíso celestial y a base de conversaciones y de
negociaciones hemos llegado a establecer nuestro propio lenguaje amoroso.
-Mamá…¿Cómo
se nota que quieres a alguien de verdad?
-Cuando
te importa, cuando de verdad te duele el hacerle daño, el desilusionarle, o el
dolor que siente por las cosas que le duelan.
-Mamá
tú me importas.- Me dijo mi hijo a la mañana siguiente de esta conversación
con su hermana mientras él parecía que no escuchaba, enfrascado como parecía
estar en sus construcciones…
Mis hijos, los dos, son sabios emocionales,
tienen algo especial en su manera de calificar situaciones sentimentales, de
llamar a las cosas por su nombre o de hacer preguntas o emitir sentencias que
dejarían pasmado a más de un psicólogo y más de un familiar.
Saben aquilatar actitudes afectivas con la
sabiduría de un lama y vaticinar escenarios domésticos y circunstancias
sentimentales con la certeza de un profeta.
Un día mi hijo, en pleno tsunami emocional cuando con seis años intentaba
asimilar que tenía dos madres me dijo:
-Mamá nosotros no tenemos
que escoger… esos días evitaba mirarme cuando me planteaba cuestiones de ese
tipo, que las hubo y muchas.
Era la hora
de la merienda y con los ojos como péndulos de azabache miraba dos paquetes de
embutido envasados al vacío. Y yo sabía a qué se refería, por eso le dije que
no, que nosotras no somos como la mortadela y el chopped -que es el gran dilema
de la merienda-, que, mientras no se les acabara las ganas de querer, había suficiente para todos.
Y pese a que les han fallado y decepcionado
esas personas que nunca deberían defraudar, cuando evocan situaciones de
desengaño nunca tienen un sentimiento agrio, al revés, lo invisten de un halo
de nostalgia y ternura que te hace crecer por ellos una admiración que a veces
creo que me va a estallar en el pecho.
Mis hijos han hecho un recorrido de larga distancia desde el miedo al
amor. Un miedo intenso a dar cariño y
no recibir, salpicado con la urgencia de ser queridos.
Ellos sin duda han sido cautelosos, se han hecho de rogar por temor a arriesgar de nuevo, no es fácil entregar un corazón herido a dos desconocidos, y en esas preguntas sobre el amor y la vida sobresale un resquicio de ese miedo a que un día su mundo vuelva a cambiar y se queden de nuevo solos y con el corazón en carne viva.
Ellos sin duda han sido cautelosos, se han hecho de rogar por temor a arriesgar de nuevo, no es fácil entregar un corazón herido a dos desconocidos, y en esas preguntas sobre el amor y la vida sobresale un resquicio de ese miedo a que un día su mundo vuelva a cambiar y se queden de nuevo solos y con el corazón en carne viva.