A Petra Herrero Ulecia
Lo sabes, o al menos es la esperanza que tengo. Pienso en ti cada día, recurro a ti en cada decisión, en cada reto, en cada tropiezo, en las alegrías y en las penas, siempre estás presente como ese ángel de la guarda tan necesario, como ese Pepito Grillo tan conveniente, como esa amiga invisible tan oportuna con la que una huérfana como yo nunca se siente del todo desamparada. Escribo sobre esto y me viene a la memoria la anécdota que contabas de mi hermano bien pequeño, cuando se decidió a andar, que se agarraba la camiseta con una mano a la altura del pecho y la otra la levantaba como si bailara un chotis y así auto-agarrado guardaba el equilibrio y corría que se las pelaba de un lado para otro. Así me veo yo contigo, en la ilusión de que me llevas sujeta de la mano me agarro el pecho y tiro para adelante con el ánimo y el convencimiento de que nada malo me va a suceder, que me ayudarás a no caer…
Hasta me he convencido de que el puñadito de personas que conforman mi vida me ayudaste a escogerlas para que pudiera ser feliz: Eduardo, los niños, mis amigas…
Treinta años hace ya que soltaste mi mano para siempre, el aniversario de la etapa más dura de mi vida, con tu enfermedad, nuestra situación personal y económica, mis pocos años y las muchas responsabilidades me hicieron conocer lo que la vida puede ser cuando las cosas se ponen feas y lo feas que pueden llegar a ser. Una fealdad tan grande y tan oscura que te hace pasar tanto miedo que no se te cura nunca, por bien que vayan las cosas siempre parece amenazarte esa sombra oscura y alargada con la que sabes que la vida te puede volver a cubrir y que de vez en cuando aparece en forma de enfermedad grave, de pérdida de seres queridos, de lo amado, de lo sudado…. Un miedo con el que aprendes a vivir porque con ello se puede vivir y tener hasta momentos de felicidad plena porque los vives tan intensamente que te reconcilian y mitigan la perpetua amenaza de esa otra cara de la moneda que te ha tocado tantas veces.
Me lo enseñaste todo y lo hiciste bien, yo he tenido que aprender a soportar las pérdidas y el dolor, ese que sentí con tu marcha y que pesó tanto en mi corazón, que lo dio tanto de sí que ahora cada vez que tengo una pérdida pesa y duele todo lo ancho, largo y estirado que está. Cuando se acerca este día la sombra se oscurece, las noches se desvelan y mi humor se resiente, por eso la necesidad de escribir, de desprender de mí este desasosiego. De hablarte, que no sacarte, fuera de mí y de dibujar con palabras estas emociones que llevo dentro, donde te llevo a ti.
Sigue en mí, conmigo, porque te lo debo todo, pese a los años sin ti y gracias a los años contigo, soy feliz y te necesito.
Septiembre 23, 1988
Una noche de verano
—estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa—
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
—ni siquiera me miró—,
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi madre* quedó tranquila,
dolido mi corazón,
¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!.
Antonio Machado.
(*niña en el poema original)