Una madre no es una brújula que al perderla pierdas el
norte, porque si el tiempo se lo permite ella te dotará de la herramienta para no desorientarte: el sentido
común.
Treinta y un 23 de septiembre señalados en mi calendario. 31 años sin mi madre.
Hace ya tiempo que puedo recordarla sin llorar, cuando les hablo de ella a mis hijos, cuando en conversaciones y reuniones de antiguos conocidos la nombran y dibujan recuerdos, anécdotas o enseñanzas (era una mujer muy culta, sabia y especial), o
la miro enfrente de mí en el espejo, en mi reflejo, en los rasgos físicos que compartió conmigo y
que el tiempo dibuja cada día más parejos. La descubro en mis propias fotos, sonriendo en
mi sonrisa, en la comisura de mis ojos en
muchos de los gestos y mis posturas… pero
cuando, como ahora, en este preciso instante, mi agenda interior me remueve y me
trasporta a ese día, a esa noche en que se fue y como se fue... Entonces el dolor aparece
intacto, tan intenso y agudo y emerge desde el mismo sitio que me hizo doblarme
de dolor aquella noche. La última que la abracé.
23 de septiembre 1988
23 de septiembre 1988
Una noche de verano
—estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa—
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
—ni siquiera me miró—,
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón,
¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!.
ANTONIO MACHADO
Campos de Castilla