Tras algo más de cuatro años de espera e incertidumbre tal día como hoy, hace diez años, aterrizamos en el país de
nuestros hijos que aún no eran nuestros. No sabíamos a ciencia cierta nada, ni
las edades ni cómo eran ni habíamos
visto en foto sus caritas, tan sólo una
vaga idea de que sus ojos tendrían forma de media luna y poco más.
Pudo ser el día más feliz de nuestra vida aunque, para que mentir, no lo fue. El miedo, la preocupación y la angustia se apoderó
de nosotros en el primer encuentro. Algo que no se puede olvidar ni siquiera
en un día como hoy en el que podemos celebrar la dicha de tenerlos. O tal vez
por eso, para brindar por aquel mal trago que no fue precursor de nada.
Han pasado diez años en un suspiro, veloces, a veces como en
estampida, poniendo el contrapunto el querer, que se coció a fuego lento como
el mejor de los manjares. ”La forma de querer tú es dejarme que te quiera...”
que decía Salinas. Pero ya no importa, porque despacito como ese bambú que
crece por debajo, un buen día brotó de sus corazones ese amor que había ido fraguándose
y desde entonces (cada uno con un tempo distinto y a su manera) no ha parado de
crecer y hacerse inmenso. Yo lo noto. En las miradas y en la forma de abrazar,
en lo que no me dicen, en lo que hacen y
en lo que no “me” hacen. Poquito a poco se fueron haciendo míos, en el mejor y
más amplio sentido, y mi voz interior me dice que esto no es políticamente
correcto, y yo me agarro con fuerza a la necesidad de ser y pertenecer, a la suya
y a la mía. Y me dejo llevar.