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Un año desde que nos conocimos

Esta mañana en la terraza de la cafetería de al lado de donde trabajo estaban sentadas en otra mesa, a mi lado cuatro mujeres hablando animadamente en ruso y me llegaban palabras sueltas que me han traído muchos recuerdos: Nichevo…jarashó…apashdala…En especial la voz de una de ellas me recordaba mucho el tono de Nadia, la directora de adopciones que nos acompañaba en Ust Kamenogorsk…kazajstán. La verdad es que poco hace falta para conectarme a mis recuerdos, llevo unos días que no dejo de revivir escenas, mi memoria , me trae constantemente a la cabeza lo que vivimos hace ahora un año…las noches de insomnio, los nervios, los preparativos, el demorado e interminable viaje, aquel encuentro con otras familias que como nosotros iban a conocer a sus hijos a siete mil kilómetros de su casa, el aeropuerto de Astana y su silencio tan diferente del de Frankfurt, en aquella madrugada del día nueve de octubre del año pasado, los nervios, las presentaciones, el intercambio de aventuras.
Astaná donde se cruzaron nuestras vidas, las de unas familias adoptantes que emprendían un viaje común que creo nos ha unido para siempre, aquel primer café pedido en ruso, y servido de manera enojosa, aquella madrugada de prisas en que éramos cinco zombis que nos movíamos como autómatas después de un interminable viaje de cambios de vuelos por aeropuertos europeos arrastrando equipaje de mano, documentos y ropas de abrigo para el frío. Fue desde luego que si, un alivio ver aparecer en la cinta transportadora las maletas que por fin logramos cerrar en España, con el peso justo para no tener que pagar el exceso.
Ya faltaba menos, de Astaná a Ust-kamenorgorsk nos pareció un suspirito de vuelo, y otro suspiro aliviados el encontrarnos al equipo de Gala –nuestra tramitadora- esperándonos casi a pié de escalera.
Nos separamos de las demás familias para ir con Víctor el chofer, Nadia –la directora de adopciones – y Raigul -nuestra traductora- al apartamento que nos tenían asignado. Aunque estábamos avisados para una mala impresión del portal y de las escaleras del edificio, el asombro era inevitable, por siniestro, lugubre y lamentable que era el estado de aquel edificio por dentro -el portal y sus escaleras-, menos mal que tras dos puertas:una e inmediatamente la otra, había un apartamento pequeño, sencillo pero cómodo y sobre todo muy céntrico.
Nos dieron apenas un ratito para cambiarnos y abrir las maletas y deprisa deprisa a la casa cuna a conocer primero a Nacho…
Al llegar apenas nos dio tiempo para echar un vistazo a la fachada principal del orfanato, otra de las familias españolas:Juan y Carmen ya estaban allí, entraron primero y en seguida les trajeron a la niña: una bebota preciosa rubia de ojos azules y de nombre Luba. Me recuerdo sentada en un sofá ante el despacho de la directora –que momento más tenso- y los acontecimientos que vivimos después…
El encuentro con Nacho no fue ni mucho menos idílico, más bien todo lo contrario, fue un encuentro difícil, angustioso y conmovedor, mitigada la angustia en gran parte por la tranquilidad que nuestra tramitadora -Gala- nos dió con su pronta presencia e intervención, nos sentimos respaldados y nos dimos cuenta de que estábamos en buenas manos -las mejores- habíamos acertado al apostar por ella en esta arriesgada apuesta que es la adopción.
Con Diana se produjo el encuentro unos días despues y entonces si vivimos uno de esos momentos sublimes semejante a lo que todos esperamos vivir.

Hoy con la perspectiva de los meses pasados, la tranquilidad de saberlos nuestros hijos, que están sanos y cómo están progresando todo se ve de otra manera, pero son momentos difíciles en los que si hay señales alarmantes, te asaltan los miedos, las dudas, la incertidumbre... no es para contarlo...ni tampoco para vivirlo.
Este fin de semana estuvimos con Evelyn y su hijo Nikita una de las familias monoparentales que se formaron allí, Nikita y Diana nos aguardaban en Ust Kamenogorsk en la misma casa de niños, las tardes las pasábamos todos juntos jugando en una sala, especie de gimnasio, que nos cedían para tal fin durante poco más de una hora cada día. En aquel recinto compartimos el periodo de adaptación con nuestra hija Diana, y el de Evelyn con Nikita ya que a Nacho lo visitábamos cada día en la otra casa cuna. Los dos centros de acogida no estaban muy lejos uno de otro y nos permitían recoger cada mañana en su orfanato a Diana para llevarla con nosotros a visitar a su hermano.
Así las mañanas se evaporaban entre juegos y risas de los cuatro en la antesala de la estancia donde se encontraba recogido Nacho y si hacía buen día, muy abrigaditos –eso si- bajábamos a jugar en el recinto de la casa cuna del niño donde había algunos columpios y zonas verdes, o simplemente a pasear rodeando el edificio.
El edificio era blanco con unas franjas de color azul, de aspecto deslucido, aunque lo estaban arreglando, de amplios ventanales en el que hacía un calor sofocante siempre. Todos los que hayan estado en ese edificio tendrán el mismo recuerdo: el olor, un olor extraño y penetrante a comida, siempre el mismo, a todas horas, un olor difícil de olvidar.
Por fuera unos jardines apagados tal vez por la llegada del otoño-invierno, unos viejos columpios y una carretera bacheada, por dentro escaleras de cemento con baranda de hierro, paredes pintadas de colores con dibujos sobre ellas de escenas de cuentos rusos –muy similares al del otro orfanato, con varias plantas de intrincados pasillos con puertas de madera pintadas mil veces pintura sobre pintura y detrás de cada puerta había como departamentos, en cada departamento vivían grupos de niños de edades similares con sus cuidadoras. Eran como estancias independientes con una antesala con taquillas para guardar la ropa de abrigo de los niños que habitaban en ese grupo, que daba paso a la clase o sala donde los niños jugaban, comían y pasaban el día, donde había otra puerta que daba a los baños y otra que debía ser la del dormitorio, todas las estancias tenían cubierto el suelo con enormes y desgastadas alfombras. Nunca pasamos de la primera estancia.
Alguna vez nos asomamos a la sala central y pudimos ver a nuestro hijo, jugando sin mucho interés con algún cacharro o comiendo el solito cuchara en mano y tazón en ristre, en medio de todos sus compañeros, distribuidos y sentados en sillas pequeñitas arrimados a mesas bajitas. No había mucho ruido allí y si mucho calor. No se me olvida la cara de aburrimiento que muchas veces tenía mi niño y como se le tornaba a alegría al vernos asomados allí observándole a hurtadillas. Y cuando empezó a llamarme “mamá hola”…
La casa de niños donde vivía Diana no se diferenciaba mucho de la de Nacho, salvo que la sala donde hacían la vida parecía más una clase y la de Nacho una guardería.
El día en que por fin los dos hermanos se volvieron a ver, los nervios y la alegría de Diana y la extrañeza de Nacho hacia su hermana, que no parecía reconocer, y las palabras de Diana cuando lo vio, “mira son nuestros papás, nuestra mamá y nuestro papá…”
Fueron días intensos de muchas emociones y experiencias condensadas en unas pocas horas, días de preocupación por lo que vivíamos y por lo que habíamos dejado en España. Días extraños con extrañas rutinas, días de prisas y parones en seco, mañanas muy ocupadas y tardes tempranamente ociosas, tempranamente oscuras imposibles de pasear. Domingos de reuniones de españoles con los que nos une ya mucho más que una amistad, días de recopilar datos y recuerdos , en una experiencia única que nunca se volverá a repetir, no de esa forma.
Hoy todos nos acordamos de todos y de todo y cuando nos juntamos o nos llamamos por teléfono siempre desempolvamos alguno de aquellos recuerdos de los que ya nos quedan en común para siempre grabados con la intensidad de lo que entonces allí estábamos viviendo, estábamos sintiendo.
En este día los recuerdos afloran de nuevo, y me veo sentada frente a la ventana de aquel céntrico apartamento una noche a oscuras viendo nevar, no se oía más que el silbido del viento y mientras miraba como se arremolinaban los copos empujados por el aire…quise atrapar ese instante como uno de los escasos momentos en que tuve absoluta consciencia de que estábamos allí, fue la primera ocasión en la que me apeé por un momento del frenesí de las prisas, los nervios, los miedos y el aturdimiento que me producía el que me llevaran a todas partes en volandas con apenas margen de autonomía. No necesito cerrar los ojos para mirar por aquella ventana a más de siete mil kilómetros y un año de mi vida, siento de nuevo todo lo que sentí en aquel momento y me encanta sentir de nuevo la consciencia de mi ser –como la sentí en aquel momento- el recuperar un momento la paz poder oír aquel murmullo y dejar por unos momentos el runrún de las cavilaciones, los ruidos del motor acelerado de aquel maremágnum de acontecimientos. La nieve me trajo aquella noche la consciencia del rumbo que iba a tomar mi vida, una dirección hacia la que llevaba dirigiendo mis pasos cuatro largos años y ”de pronto,” estábamos allí, cumpliendo un sueño, un doble sueño que de pronto había tomado forma caritas y piel.
Hace un año conocimos a nuestros hijos: dos caritas ajenas que ya son propias para siempre resulta tan extraño que tus hijos sean dos desconocidos integrales con los que apenas puedes comunicarte sin un montón de malentendidos y situaciones no siempre divertidas.
Hemos recorrido juntos mucho más que siete mil kilómetros : un largo tramo de adaptación, de encariñamiento y de conocimiento mutuo y lo más extraordinario es que ni un solo día de este año veloz ninguno de nosotros hemos dejado de descubrir algo nuevo, incluso de nosotros mismos. El mundo se ve con otros ojos, y con otra perspectiva, la vida cambia, por supuesto que si, y dejas ocasiones como esta para escudriñar el pasado, flashes de memoria para recordar de dónde venimos, pero aparte de esto los niños te obligan a mirar hacia delante.

Cada día que pasa tenemos más conciencia de quienes somos –una familia- y ahora estamos construyendo el camino hacia el futuro al que queremos dirigirnos. No es tarea fácil pero ¿Acaso lo era el llegar hasta aquí y llegar a estar juntos?

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