“A nuestros hijos lo que fundamentalmente les pasa es que vivieron una experiencia muy difícil en los primeros años de vida.”( Andoni Mendía).
Mi hija con 12 años está en las puertas de la adolescencia. Al menos su cuerpo empieza a manifestarlo. Veo en muchos rasgos de dentro y de afuera que coquetea con la frontera de la pubertad a punto de dejar atrás y para siempre el país de la infancia.
A veces me parece que va a traspasar el umbral y la miro detenidamente de arriba abajo, y observo esos amados rasgos orientales que sin dejar de ser dulces están dejando -aún sólo a ratos- , de ser infantiles, borrándose en su cara a golpe de granito aquí y allá, la piel de melocotón. Con ese a veces sempiterno mohín de fastidio, ese fruncir los labios y el ceño que pese a todo no consiguen afearla, ese punto de sumisión que no es obediencia sino rabia encubierta, esos “olvidos” que a veces son descuidos y las más son rebeldía y pasiva oposición, esa mirada y su pose retadora…
Y leo :
Tengo esperanzas que esa búsqueda de su propio yo que es la adolescencia no le deje cicatrices , y que se encuentre y que se quiera y que se guste tanto como me gusta a mí, aun con sus mohines, sus ceños fruncidos, sus descuidos y sus involuntarias maquinaciones que me sacan a pasear más allá de quicio… y de vuelta de una de esas "sacadas", de pronto me encuentro con aquella niña rebelde que fui y me reconozco tanto en ella que hasta lo más fastidioso me devuelve a mi yo de entonces forzándome al armisticio y cuando, tras pasada la tormenta, le sonrío como signo de paz y me devuelve esa bandera blanca que es su sonrisa, capaz de iluminar el cielo más borrascoso, y veo esos hoyuelos, esas rayitas curvadas que son sus ojitos sonriendo y por esas rendijitas me abre paso y me cuelo directamente a su territorio interior, ese interior de mi hija al que me asomo y descubro entre suturas y remiendos que sigue intacto su brillante corazón de oro.